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Lexatines y barrotes: la otra herencia de Rocío Jurado
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Gema López

Malas Lenguas

Por
Gema López

Lexatines y barrotes: la otra herencia de Rocío Jurado

Siete años después de la muerte de ‘la Más Grande’, su familia protagoniza un culebrón de serie B en el que la cárcel, los juzgados y

Foto: Rosa Benito, Ortega Cano y Amador Mohedano, en una imagen de 2009 (I. C)
Rosa Benito, Ortega Cano y Amador Mohedano, en una imagen de 2009 (I. C)

Siete años después de la muerte de ‘la Más Grande’, su familia protagoniza un culebrón de serie B en el que la cárcel, los juzgados y el psiquiatra se han convertido en escenarios improvisados en los que todos cantan y no precisamente copla. Ella, que a pesar de su carácter de leona, supo tener la mano izquierda suficiente para ganarse el respeto del cuarto poder, no dejó en el testamento un clausula que impidiese a sus herederos convertir su día a día en un choteo televisado, donde los lexatines conviven con directos de última hora a las puertas de la prisión.

Mientras su hijo José Fernando permanece en una cárcel sevillana imputado por cinco delitos y sin que se sepa todavía que día abandonará “Villa Candado”, su cuñada, esa fiel servidora que le cardaba el pelo y custodiaba las joyas, se recupera de un intento de suicidio, abrumada por reconducir una vida que seguirá contando para ganarse un sueldo con el que pagar la deudas.

El torero, ese viudo que no supo levantar cabeza tras la desaparición de la chipionera, prefiere mantenerse al margen de un espectáculo dantesco del que posiblemente se sienta culpable y ha optado por el silencio para las cámaras; el sintrón para su corazón, a la espera de un recurso que le podría conducir a la cárcel por el trágico accidente que le costó la vida a Carlos Parra.

Amador, el señor que representó a la Jurado y vivió gracias a su hermana los mayores días de gloria, se ha convertido en un parado de larga duración que, además, lanza mensajes de perdón televisado a su mujer mientras protagoniza escenas subidas de tono desde el balcón en el que en otros tiempos todos rezaban a la virgen de Regla.

La niña ‘Chayo’, esa cantante en ciernes en la que muchos vieron la posible continuidad del arte familiar, se debate entre su carrera, en la que su padre ya no ejerce de representante y una colaboración televisada en la que su papel no es cantar sino contar los pormenores del matrimonio Mohedano-Benito, aun sin extinguir.

Gloria Camila continua protegida por una ley del menor mientras la prensa deshoja su calendario día a día, esperando una mayoría de edad en la que poder arrancarle algún titular sobre la ajetreada vida de su familia.

Y en medio de este caos, en el que las tramas se suceden y cuya realidad ya ha superado a la ficción, la heredera universal, Rocío Carrasco, mantiene el pico cerrado. Nadie como ella sabe de los riesgos que se corren cuando una vida es expuesta en el escaparate mediático a cambio de cheques que quitan el hipo. Por eso, mientras parte de su familia gasta el tiempo privado en reuniones con abogados y psiquiatras y el público en contar lo que hacen cuando nadie les ve, ella ha optado por alejarse en la sombra, a la espera del siguiente capítulo de un culebrón al que le quedan muchos días para echar el cierre.

Siete años después de la muerte de ‘la Más Grande’, su familia protagoniza un culebrón de serie B en el que la cárcel, los juzgados y el psiquiatra se han convertido en escenarios improvisados en los que todos cantan y no precisamente copla. Ella, que a pesar de su carácter de leona, supo tener la mano izquierda suficiente para ganarse el respeto del cuarto poder, no dejó en el testamento un clausula que impidiese a sus herederos convertir su día a día en un choteo televisado, donde los lexatines conviven con directos de última hora a las puertas de la prisión.

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