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Conocí a Berlanga en la sucursal de un banco...
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Nacho Gay

Carta de Ajuste

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Conocí a Berlanga en la sucursal de un banco...

Conocí a Berlanga en la sucursal de un banco, un mes de junio, de hace ya unos cuantos años. Yo apenas contaba veinte primaveras y era

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Conocí a Berlanga en la sucursal de un banco...

Conocí a Berlanga en la sucursal de un banco, un mes de junio, de hace ya unos cuantos años. Yo apenas contaba veinte primaveras y era un estudiante de Periodismo y Comunicación Audiovisual apasionado por el cine. Él ya debía andar por los ochenta y era una leyenda viva del mismo arte que yo admiraba, cuyo legado aún me costaba apreciar, porque hay películas a las que uno no se puede enfrentar con dieciséis años, por muy listo que se crea.

Unos días antes de aquel encuentro fortuito, vi por primera vez Plácido(1961). Yo era por aquel entonces, y todavía, un escritor de cine frustrado. Así que, asombrado por la facilidad con la que se resolvían en la película ciertas secuencias decididamente complejas, adquirí de inmediato el guión de la cinta. Aquel día de junio en el que conocí aBerlanga por casualidad, o quizá no tanta, yo llevaba ese libreto en un una especie de zurrón que tenía colgado. Y llevaba también una semana sumergido en un universo de personajes mundanos que escondían, en la aparente banalidad de sus conversaciones, un devastador retrato social de la España de entonces.

Como, de algún modo, yo a él le conocía hace tiempo, me invadió una sensación de familiaridad, que me llevó a decirle: “Buenos días”. Berlanga no contestó y si lo hizo no le escuché. Intentaba, con ayuda, extraer del cajero automático los aproximadamente 600 euros que la Universidad Complutense le había pagado por participar en una de las conferencias de los Cursos de Verano de El Escorial. He pensado muchas veces si acaso aquello podría interpretarse como una metáfora del éxito. O de lo desagradecidos que hemos sido siempre en este país con los altos representantes de la cultura. El hecho es que me costó asimilar que alguien como Berlanga acudiera a una conferencia por aquella irrisoria cantidad y tuviera la necesidad de canjear su cheque antes de entrar al salón de actos.

Aquellos molinos de viento...

Dos horas después de aquel extraño incidente, Berlanga era mi ponente y yo su aturdido espectador. Junto al director, en el estrado, se sentaba Rafael Azcona, su sempiterno partenaire, coautor del texto de Plácido, El Verdugo, La escopeta nacional y tantas otras. Por el contenido de su obra y por su apariencia física, ambos me recordaban de algún modo a Don Quijote y Sancho Panza. El uno, Berlanga, espigado y de poblada barba cana. El otro, Azcona, recortado, rechoncho y con apariencia de escuderobonachón. Y en sus películas muchos molinos de viento en apariencia que,en realidad, eran metáforas de gigantes atrocidades.

Rememoró Berlanga aquel día, para gozo del auditorio, algunas de las anécdotas que habían macado su vida laboral. Habló del sueño húmedo de la maestra en ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1952). Aquel al que las autoridades pegaron un tijeretazo. Interpretó la torpe censura que aquella melé en la que un nutrido grupo de jugadores de rugby rodeaban a la señorita Eloísa, deseosa de ser amada, era la secuencia que encerraba,entre todas las de la película, una mayor dosis de antiespañolismo.Berlanga se desquitó en 2002 rodando la que a la postre sería su última obra: El sueño de la maestra, una falla de Luis G. Berlanga inspirada en Bienvenido, Mr. Marshall. De este modo, y a pesar de que antes de Bienvenido... Berlanga había rodado junto a Juan Antonio Bardem Esa pareja feliz (1951), cerró su filmografía de manera circular con este cortometraje.

Más tarde supe que Berlanga era un erotómano empedernido. Pero,sinceramente, de no haberlo leído, jamás lo hubiera inferido del contenido de las películas que yo había visto, a excepción, claro, de la última, París-Tombuctú (1999). No fue una gran traca final la suya, desde luego. Más bien todo lo contrario. Tampoco Todos a la cárcel (1993) permitió que las nuevas generaciones, reacias al blanco y negro, conocieran las indudables cualidades del genio. Sin embargo, como ocurre casi siempre en el caso de los grandes, fue con esta cinta, una obra menor dentro de su filmografía,con la que obtuvo el reconocimiento de su gremio. Mereció el film los galardones a Mejor Película y Mejor Director en los Goya. Una recompensa, qué duda a cabe, más a toda una vida dedicada al cine que a aquella película en concreto.

 “Todo el mérito es de ese señor”

El día que conocí a Berlanga, éste quiso pecar de humildad. “Yo no he sido nunca el gran director que la gente dice. Ni mis películas las grandes obras maestras que algunos han querido ver. Todo se lo debo al contexto en el que las rodé”. Y, en efecto, llevaba parte de razón. El suyo era un cine de contexto y, quizá por ello, la última parte de su filmografía es sin duda la más desdeñable. Él mismo llegó a afirmar, hace no demasiado tiempo, que llevaba veinte años sin ver una película y que tampoco quería rodarlas, porque la España de hoy le resultaba “demasiado aburrida”.

Berlanga será recordado siempre como un excelente cronista de la sociedad española de la posguerra, capaz incluso de reírse del propio conflicto (LaVaquilla, 1985). Un director que enarboló alegatos eminentemente críticos con el franquismo como Calabuch (1956), Los jueves milagro (1957) o, para algunos la mejor obra de la historia de nuestro cine, El Verdugo (1963). Fue también capaz de retratar con sorna a la aristocracia surgida de aquellos años de caciquismo, en su Trilogía Nacional (La escopeta nacional-1978-, Patrimonio Nacional -1981- o Nacional III -1982-). Y hacerlo siempre alejándose de la crónica de las evidencias, en un juego cinematográfico memorable y divertidísimo, con el que hizo grandes las figuras de actores como Pepe Isbert o Luis Escobar y con el que enseñó a las generaciones venideras cómo rodar un plano secuencia.

El día que conocí a Berlanga, al finalizar la conferencia, saqué el guión de Plácido del zurrón y le pedí a Rafael Azcona que me lo firmase. Mientras retorcía la pluma, hablamos de la primera secuencia del film, la del tren, donde una infinidad de personajes intervienen a la vez. Yo, que quizá todavía no había comprendido que en las películas de Berlanga todo el mundo habla a la vez, porque todo el mundo tiene algo que decir, sentencié: “No puedo creer que haya sido capaz de guionizar semejante galimatías”. A lo que el me contestó: “Lo difícil no es escribirlo, sino rodarlo. Todo el mérito es de aquel señor”. Y miró a Berlanga. Descanse en paz.

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Conocí a Berlanga en la sucursal de un banco, un mes de junio, de hace ya unos cuantos años. Yo apenas contaba veinte primaveras y era un estudiante de Periodismo y Comunicación Audiovisual apasionado por el cine. Él ya debía andar por los ochenta y era una leyenda viva del mismo arte que yo admiraba, cuyo legado aún me costaba apreciar, porque hay películas a las que uno no se puede enfrentar con dieciséis años, por muy listo que se crea.

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