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Anatomía de un disparo
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Nacho Gay

Carta de Ajuste

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Anatomía de un disparo

20:00 h. de la tarde del 29 de marzo de 1956, Jueves Santo, Estoril. 22:30 horas de la noche del 28 de octubre de 2014, a

20:00 h de la tarde del 29 de marzo de 1956, Jueves Santo, Estoril. 22:30 h de la noche del 28 de octubre de 2014, a la postre martes negro, Telecinco. 58 años y pico después reverbera en el salón de mi casa el eco del disparo que acabó con la vida del infante Alfonso, hermano menor de Don Juan Carlos. La historia ya me la sé (todas las versiones), pero aun así me sigue removiendo los abdómenes. Se han escrito ríos de tinta sobre ese incidente (sobre todo en los márgenes de los libros de Historia) y precisamente por eso esta secuencia es la piedra angular sobre la que pivota todo el ‘metraje’ del primero de los tres capítulos de los que se compone la miniserie El Rey, que emite Telecinco. Era la secuencia clave porque de su tratamiento dependía enteramente que aquello pudiera derivar en un panfleto adulador o en un pasquín antimonárquico.

Afortunada y sorprendentemente [¡estamos hablando de Telecinco!], el director de la cosa –Norberto López Amado– y su guionista –Antonio Mercero– consiguieron no caer por la hendedura. Era difícil acertar, y lo hicieron. Lo hicieron porque apostaron por el fuera de campo, como suele hacer Michael Haneke. Vimos en pantalla el lugar de la tragedia; vimos la Long Automatic Star de calibre 22 que acabaría con la vida del pequeño… Pero el momento del disparo, ese momento no lo vimos. Se llama incertidumbre y a la ficción le suele sentar muy bien. Sobre todo si, como en este caso, no se sabe dónde empieza la realidad y dónde acaban la ficción y la culpa.

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Perdonen que haya metido a Haneke en todo esto. Pobre hombre. El Rey no es Funny Games, claro está, aunque la paradoja que lleva implícito el título de aquella película genial del director de cine austríaco le venga al pelo al cuento de los Borbones. Hay que reconocer, no obstante, que la miniserie que ha creado Telecinco es de factura noble y cuenta con interpretaciones de altura. Por supuesto que hay meretrices en esta historia disfrazadas de señoras, patriotas que en realidad eran fascistas y canallas que de lejos parecen hombres de bien. Pero la serie se muestra cuando menos solvente en la construcción de su idea dramática, a pesar de esas simplezas imperdonables que le son tan inherentes a la ficción española. La más, sin duda, el intento de corregir la imagen paternalista que se ofrece de Franco como Cicerón del pequeño Juanito, poniendo un par de veces el acento, de forma forzada y absurda, en su obsesión por acabar con los maquis de los montes catalanes. Masticábamos estereotipos el martes y, sin embargo, la secuencia del disparo, el punto de inflexión en torno al que giraba todo el drama, seguía salvando el percal de lo maniqueo.

Se podría decir que, esa noche, la habitualmente inefable cadena de Mediaset emitió (no descarten que lo hiciera por error) una ficción de factura decente y, a su conclusión, para desconcertarnos aún más, algo parecido a un documental, con material inédito y testimonios difíciles de conseguir. Lo nunca visto. Y fracasaron –en términos de audiencia– precisamente por eso, porque la solvencia y Telecinco no se llevan nada bien. No se dejen engañar: hay noches que un 14,3% es un triunfo, pero esa cifra convirtió el martes, 28 de octubre, como anticipábamos al principio, en martes negro para Mediaset. El alto presupuesto del juguetito real y los casi dos meses de promoción demuestran que las expectativas de la casa eran mucho mayores. Albergaban seguro la esperanza de heredar los fieles de aquella especie de comedia romántica bautizada como Felipe y Letizia (24,6% de máxima) que se emitió hace unos años en la misma cadena. Remember aquel Juáncar gangoso que se echaba un aire a Juanjo Puigcorbé –actor estigmatizado desde entonces– y aquella reina Sofía con un desconcertante acento entre lo parisino y lo rumano que construyó Marisa Paredes. Aquella serie era mala de solemnidad, como corresponde cuando se tratan asuntos tan circunspectos como los monárquicos. Tan mala que arrasó.

Ahora los Borbones y Telecinco se han pasado al drama, que les queda bastante mejor –sobre todo a los Borbones–, pero han fracasado en el intento. Y lo han hecho porque la masa espectadora reserva el dígito número cinco para alimentar sus bajos instintos y no espera ya de esa cadena nada que escape al menú de cloaca garrula, bufa y de pandereta. Por eso fracasó estrepitosamente su propuesta de debate político el sábado por la noche (Un tiempo nuevo, con Sandra Barneda), por eso naufragó la miniserie objeto de análisis y por eso caerán también todos los productos que intenten zafarse, del todo o en parte, de ese paradigma de mugre.

Y esto nos lleva de nuevo a la cuestión que nos ha traído aquí: el fuera de campo, la mejor arma narrativa con la que contaba El Rey, nunca mejor dicho, pero sobre todo la mejor arma de Haneke. “Aunque a veces se ha criticado la violencia de mis películas, esta suele acontecer fuera de la pantalla”, ha dicho el director austriaco. Y eso es algo que no pasa nunca en Telecinco, que es hoy en día, de hecho, víctima de su propia violencia, siempre tan explícita, tan dentro de campo.

20:00 h de la tarde del 29 de marzo de 1956, Jueves Santo, Estoril. 22:30 h de la noche del 28 de octubre de 2014, a la postre martes negro, Telecinco. 58 años y pico después reverbera en el salón de mi casa el eco del disparo que acabó con la vida del infante Alfonso, hermano menor de Don Juan Carlos. La historia ya me la sé (todas las versiones), pero aun así me sigue removiendo los abdómenes. Se han escrito ríos de tinta sobre ese incidente (sobre todo en los márgenes de los libros de Historia) y precisamente por eso esta secuencia es la piedra angular sobre la que pivota todo el ‘metraje’ del primero de los tres capítulos de los que se compone la miniserie El Rey, que emite Telecinco. Era la secuencia clave porque de su tratamiento dependía enteramente que aquello pudiera derivar en un panfleto adulador o en un pasquín antimonárquico.

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