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Ho Chi Minh, un viaje a la Cochinchina
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Daniel Camiroaga

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Por
Daniel Camiroaga

Ho Chi Minh, un viaje a la Cochinchina

La antigua Saigón, aún llamada así por sus mayores y a la orilla del río del mismo nombre, es húmeda, ruidosa y calurosa, pero llena de

Foto: Ho Chi Minh, un viaje a la Cochinchina
Ho Chi Minh, un viaje a la Cochinchina

La antigua Saigón, aún llamada así por sus mayores y a la orilla del río del mismo nombre, es húmeda, ruidosa y calurosa, pero llena de energía y movimiento. Muestra su cara más tranquila y pausada en la vida cotidiana de sus gentes que sestean en cualquier esquina o se sientan descalzos a charlar a la puerta de su negocio. Aceras desordenadas, tomadas por tenderetes y motos aparcadas mientras otros cocinan en diminutos restaurantes, casi en plena calle. Vendedores ambulantes que ofrecen cacahuetes, frutas, bolsos, casi cualquier cosa. Tráfico caótico, hordas de motocicletas que toman el asfalto a todas horas, cruces en los que no existen normas preestablecidas y donde cruzar requiere valor y decisión. Su moneda, el dong, es difícil de manejar y se cuenta siempre en miles.

La antigua y lejana Cochinchina, protectorado francés, fue tomada con la ayuda que España prestó desde Filipinas. Una ciudad que evoca su pasado colonial. Una copia de Notre Dame, aislada en medio de una gran plaza y presidida por una gran estatua de la virgen. El gran edificio de Correos, diseñado por Eiffel o el de la ópera, cuyo clásico pórtico sujetan dos cariátides.

Hoteles míticos en los que todavía se escuchan los ecos de la guerra “americana”. El Rex, donde los periodistas acudían puntualmente  a las cinco de la tarde para recibir los partes de guerra y corrían luego al Caravelle, para, ya a la puesta de sol, entre diplomáticos y espías, tomar un trago mientras escribían sus crónicas. El Continental, donde residió Graham Greene durante casi tres años mientras escribía la novela El americano tranquilo, o el bar del Majestic, con vistas al río.

Le Loy y Dong Khoi son las calles que articulan el distrito uno, el más comercial. En los alrededores de esta última se encuentran sastres que confeccionan trajes a medida de buen corte y por poco dinero en solo 24 horas. Contrastan con las nuevas firmas del lujo que ya han invadido la ciudad en busca del dinero de los nuevos potentados. Bui Vien, otra calle repleta de tiendas más baratas. Cho Binh Tay, el Chinatown, especias y medicinas tradicionales chinas. Grandes mercados como Ben Than, en un gran edificio, blanco, inmaculado. O Binh Tay, famoso por sus sedas y terciopelos.

El frío y mastodóntico Palacio de la Reunificación, estilo comunista años sesenta, exhibe en la amplia esplanada que se abre delante, los tanques del Viet Cong que tomaron la ciudad. El museo de la guerra americana, con recuerdos de las atrocidades cometidas por el enemigo. Una excursión en canoa por la impenetrable y tupida selva de manglares del delta y una visita a los increíbles túneles Cu Chi, solo posibles por la paciencia y minuciosidad oriental; agujeros estrechos y laberintos imposibles de más de 200 kilómetros que sorprendían al enemigo.

Para comer auténtico poh (pronunciado fur) hay que acercarse a Pho2000, donde también comió el presidente Clinton. Le Jardin es imperencidible si lo que se quiere es una buena comida de estilo francés  en el marco incomparable de su agradable jardín. Para la noche, el Cyclo Café del Majestic sigue siendo un buen sitio para cenar. Cuando necesites algo más sencillo, prueba las hamburguesas y sándwiches de Black Cat, abierto prácticamente todo el día. Otra forma de comer marisco muy bueno y fresco en Stix.

Para dormir, los hoteles coloniales, que rezuman historia y tienen un encanto que sin duda no poseen las grandes cadenas: El Majestic, el Caravelle o el Rex compiten por ofrecer la mejor azotea para tomar una copa.

La antigua Saigón, aún llamada así por sus mayores y a la orilla del río del mismo nombre, es húmeda, ruidosa y calurosa, pero llena de energía y movimiento. Muestra su cara más tranquila y pausada en la vida cotidiana de sus gentes que sestean en cualquier esquina o se sientan descalzos a charlar a la puerta de su negocio. Aceras desordenadas, tomadas por tenderetes y motos aparcadas mientras otros cocinan en diminutos restaurantes, casi en plena calle. Vendedores ambulantes que ofrecen cacahuetes, frutas, bolsos, casi cualquier cosa. Tráfico caótico, hordas de motocicletas que toman el asfalto a todas horas, cruces en los que no existen normas preestablecidas y donde cruzar requiere valor y decisión. Su moneda, el dong, es difícil de manejar y se cuenta siempre en miles.