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Dubrovnik, un enclave único en el Mediterráneo
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Daniel Camiroaga

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Daniel Camiroaga

Dubrovnik, un enclave único en el Mediterráneo

Rodeado de montañas, de un mar tan azul, casi transparente, de bosques, praderas, islas e islotes, cascadas, naturaleza y Mediterráneo en estado puro, tal y como

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Dubrovnik, un enclave único en el Mediterráneo

Rodeado de montañas, de un mar tan azul, casi transparente, de bosques, praderas, islas e islotes, cascadas, naturaleza y Mediterráneo en estado puro, tal y como debió de ser el entorno de nuestro océano alguna vez. Bernard Shaw definió Dubrovnik como el paraíso terrenal, y Lord Byron como la perla del Adriático, hoy términos manidos por cualquier destino incipiente, pero que en Dubrovnik adquieren todo su significado. Su casco histórico es reducido, se recorrería rápido, pero cada esquina, cada callejón, cada casa, te obliga a detenerte, a contemplarlo tranquila y lentamente, a saborearlo todo y disfrutarlo de forma pausada.

Sube al monte Sdj. Desde el Fuerte Imperial construido por Napoleón se divisa primero un océano azul que linda con un mar de apretados tejados de teja rojiza; una gruesa, recia e inexpugnable muralla que delata su pasado aguerrido, bastión indestructible, de lucha y defensa contra los turcos y los venecianos entre otros y allá a lo lejos, sobre la línea del horizonte, tras las islas, se adivina como el mundo se va curvando y haciendo redondo.

Stradum, la calle principal, alfombrada de adoquines brillantes, pulidos, como un espejo desgastado por el paso de los siglos; de casas de piedra y contraventanas de color verde, de donde salen pequeños callejones en los que apenas cabe una mesa para dos, y sin embargo despliegan encantadoras terrazas en las que apetece sentarse a cenar. Delimitan la avenida, la gran fuente de Onofrio por un lado y el monasterio Franciscano, con dos esplendidos claustros y una de las farmacias más antiguas del mundo, de frascos, recetas y viejos utensilios que nos retrotraen a la tranquilidad serena de los monjes que lo habitaban.

Siéntate a desayunar en una terraza en la pequeña plaza Gunduliceva, donde todas las mañanas, temprano, abre el mercado con sus puestos de frutas y verduras adonde acuden las señoras para llenar la despensa. Espléndido el café, propio del mejor barista, en Talir Bar. Los mejores vinos tintos de Dalmacia para disfrutar y probar por copas en D´Vino.  

Para comer, sobre el mismo puerto viejo, una terraza maravillosa, restaurante Lokanda-Peskarija, ideal para tomar pescado fresco a la parrilla. Kamenice, otra taberna donde sirven buen pulpo y mejillones, barato y recomendable.

Café Buza, un sitio especial y escondido, anclado en el acantilado, bajo la muralla en la que se abre una oquedad, donde beber una cerveza fría, contemplar la puesta de sol y desear zambullirse en el mar como lo hacen los chavales desde la llamada roca del León.

Para cenar, cuando cae el sol y se empieza a iluminar la ciudad, el Restaurante 360º, un regalo para la vista en uno de los extremos de la muralla. Su cocina es croata con una pizca de sal, así la define Vella, su dueño y chef. Sesame, restaurante con encanto, gran decoración, ubicado en una casona del siglo XVIII, a 150 metros del casco viejo, ofrece en su carta un risotto y unos raviolis exquisitos.

Para dormir, The Pucic Palace, un pequeño hotel de lujo en un edificio del siglo XVIII, junto a la plaza del mercado, en pleno centro histórico.

Conviene ir antes de que empiece la temporada alta, ya que sus callejones y callejuelas no dan abasto a desaguar los miles de turistas que desembarcan de los grandes cruceros.

 

Rodeado de montañas, de un mar tan azul, casi transparente, de bosques, praderas, islas e islotes, cascadas, naturaleza y Mediterráneo en estado puro, tal y como debió de ser el entorno de nuestro océano alguna vez. Bernard Shaw definió Dubrovnik como el paraíso terrenal, y Lord Byron como la perla del Adriático, hoy términos manidos por cualquier destino incipiente, pero que en Dubrovnik adquieren todo su significado. Su casco histórico es reducido, se recorrería rápido, pero cada esquina, cada callejón, cada casa, te obliga a detenerte, a contemplarlo tranquila y lentamente, a saborearlo todo y disfrutarlo de forma pausada.