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¿De verdad sueñan los robots con tomar el poder y acabar con nosotros?
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Juan Balarezo

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¿De verdad sueñan los robots con tomar el poder y acabar con nosotros?

La comunidad científica se prepara para contener el poder de las inteligencias artificiales

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Todo comenzó el pasado 2 de julio. Una noticia prendía en Twitter la mecha de lo que parecía la génesis del Día del Juicio Final: un robot había matado a un operario de una fábrica alemana de Volkswagen y, lo que era más inquietante, es que el tuit provenía de una mujer… llamada… Sarah O’Connor. ¿Se nos revelaba así nuestra cándida ignorancia sobre los acontecimientos que estaban por sobrevenir? ¿Marcaba esa “O” la diferencia entre una vida de ilusoria libertad y una existencia condenada a la sumisión o la completa erradicación de nuestra especie? ¿Seríamos simples víctimas de una estrategia publicitaria ideada para promocionar el último blockbuster del verano? La desazón por mi incierto futuro se mezclaba con la canícula inmisericorde que inflamaba mis neuronas y, mientras John Connor se decidía a liderar la resistencia, yo necesitaba encontrar respuestas.

El misterio se desvelaba en pocos clics. Una incauta periodista del Financial Times, que jamás había visto una película de la saga Terminator, afirmaba a esas horas desconocer qué demonios era Skynet e imploraba al respetable, presto a participar por el título a la mejor chanza, que dejaran de seguir una cuenta en la que sólo publicaba mensajes sobre temas aburridos como los costes salariales unitarios.

Pero, ¡qué demonios!, no pocas han sido las ocasiones en que las que el otrora séptimo arte ha planteado el sujeto de la inteligencia artificial de forma más o menos apocalíptica y merecía la pena descubrir qué se estaba cociendo al respecto, además de mi propio cuerpo, en las calderas de Silicon Valley. Al fin y al cabo, serán sus ingenieros los responsable de concederle a las máquinas raciocinio y, en última instancia, de frenar el desaguisado que esto provoque.

No tardé en confirmar que mis temores eran compartidos por mentes preclaras de nuestro tiempo como la de Elon Musk, cofundador de Paypal y Tesla Motors, y creador de SpaceX, la empresa que en la actualidad provee el transporte de suministros a la Estación Espacial Internacional. Este gurú, que llegó a comparar el peligro potencial de la inteligencia artificial con el de las armas nucleares, firmó una carta abierta –junto con otras figuras relevantes de la ciencia y la tecnología como Stephen Hawking y académicos del MIT, Harvard o Cambridge– en la que se alentaba la consecución de un objetivo revelador: “Nuestros sistemas de IA deben hacer lo que nosotros queramos que hagan”. Para ello, el inventor sudafricano donó recientemente 10 millones de dólares al Future of Life Institute con el objetivo de financiar grupos de trabajo que investiguen cómo mantener seguros y beneficiosos para la sociedad los avances en este campo.

Algunos de estos equipos ya se han puesto en marcha: en Berkeley y Oxford desarrollarán técnicas que permitan a las inteligencias artificiales aprender las preferencias de los humanos a partir de la observación de los mismos, el Machine Intelligence Research Institute estudiará cómo alinear los intereses de los sistemas superinteligentes con nuestros valores y, otras instituciones, explorarán vías para mantener el armamento inteligente bajo un razonable control humano y que estos intelectos electrónicos rindan cuentas de sus decisiones.

Atrapado en una cinta de Moebius, todo terminó como se había iniciado; con más dudas que certezas. Recordaba todas aquellas películas que ya no se mostraban ante mí tan inocentes: 2001: Una Odisea del Espacio, Juegos de Guerra, Yo, Robot… En muchas de ellas, la excusa de la máquina para rebelarse ante su creador era la necesidad de proteger al hombre de sí mismo. Entonces vacilé –¿será válido ese argumento?–, antes de que me asaltara la pregunta definitiva: ¿soñarán los androides con ovejas eléctricas?

Todo comenzó el pasado 2 de julio. Una noticia prendía en Twitter la mecha de lo que parecía la génesis del Día del Juicio Final: un robot había matado a un operario de una fábrica alemana de Volkswagen y, lo que era más inquietante, es que el tuit provenía de una mujer… llamada… Sarah O’Connor. ¿Se nos revelaba así nuestra cándida ignorancia sobre los acontecimientos que estaban por sobrevenir? ¿Marcaba esa “O” la diferencia entre una vida de ilusoria libertad y una existencia condenada a la sumisión o la completa erradicación de nuestra especie? ¿Seríamos simples víctimas de una estrategia publicitaria ideada para promocionar el último blockbuster del verano? La desazón por mi incierto futuro se mezclaba con la canícula inmisericorde que inflamaba mis neuronas y, mientras John Connor se decidía a liderar la resistencia, yo necesitaba encontrar respuestas.

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