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Paz Padilla y la zorra que se tendió en la calle y se hizo la muerta
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Nacho Gay

Carta de Ajuste

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Paz Padilla y la zorra que se tendió en la calle y se hizo la muerta

No ha tenido reparos a la hora de criticar los excesos de alguna que otra folclórica. Sin embargo, ahora es su propio novio el que está acusado de haber metido la mano en la caja

Foto: Ilustración realizada por Paco Sordo para 'Vanitatis'
Ilustración realizada por Paco Sordo para 'Vanitatis'

Hoy voy a hablar bien de alguien. No, es broma.

En realidad, hoy no voy a hablar mal de nadie, que ya es mucho. ¿Y por qué? ¿Porque el jueves fue el Corpus Christi? No. Porque esta semana la vida me ha dado una lección y yo soy aliado fiel de las moralejas. Quien tiene la mala suerte de conocerme o, peor, quien me lleva leyendo desde hace nueve años en El Confidencial y Vanitatis sabe que soy un apasionado de los cuentos de Don Juan Manuel y que, dadas mis escasas referencias culturales, los aplico permanentemente a la vida diaria, como las viejas los refranes o las madres las 'amenazas improbables'. Ya saben: “Un día cojo la puerta y no me volvéis a ver el pelo”. Esas.

Fue precisamente mi madre quien me empujó a la marginalidad y al cliché cuando a los once años, mientras los futuros triunfadores de mi generación leían El señor de los anillos, me regaló el Libro de los ejemplos del conde Lucanor y de Patronio, con el que me obsesioné hasta tal punto que llamaba “su merced” a las niñas de mi edad en el recreo. Quizá por eso nunca me fue demasiado bien con las niñas. Don Juan Manuel, para qué negarlo, era un machista consagrado.

La cosa es que, desde entonces, todas los días de mi vida giran en torno a uno o varios de los 51 cuentos que componen la obra. Se me plantea un problema cardinal, busco la historieta que se adecúa más a mis necesidades y hago mías las enseñanzas de Patronio. Que la gente habla mal de mí en los comentarios de mis textos, pues le doy un repaso al cuento XXIX, Lo que sucedió a una zorra que se tendió en la calle y se hizo la muerta. Si por el contrario me alaban mucho en dichos comentarios, me leo Lo que sucedió a una zorra con un cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico (V). Y así voy tirando.

Lo hacía al menos hasta este viernes, cuando entré en crisis al comprobar que, por primera vez en mi vida, el Libro de los ejemplos no podía ayudarme. Les comento. Yo encendí la tele a las 11 de la mañana. Una cárcel, otra cárcel; mucha cárcel, la verdad. ¿Prison Break a estas horas? De repente asoma la cabeza Ana Rosa Quintana y pide la “última hora” desde Zuera. “Ortega Cano está a puntito de salir por esta puerta”, se oye. “¿Y qué pasa en Alcalá de Guadaíra?”, rompe el ritmo la voz en off. “Aquí se espera el ingreso inmediato de Isabel Pantoja, que todavía está en Cantora”, grita una alcachofera. “Fulanito de tal está precisamente en Cantora, hasta allí nos dirigimos”.

¿Y en Las Gaunas? ¿Qué pasa en Las Gaunas? Coño, minuto y resultado carcelario.

Les resumo. En el sur, una folclórica que hasta hace poco vivía encima de la televisión de los Alcántara (y los Alcántara, como Hacienda, somos todos) vuelve llorando a la cárcel, mientras 50 de sus incondicionales fletan un autobús para ir juntas a aplaudir el arte. Y el arte es libre, claro. Mientras, en el norte, un torero recién excarcelado da un discurso a las puertas del presidio que ni Mel Gibson al final de Braveheart. Justo en el clímax, cuando sus soldados están a punto de salir corriendo hacia la muerte, y como le sobra moral en 'tercer grado', se atreve a darle desde la escalinata del presidio un par de consejos al líder de la oposición española para pactar correctamente tras las elecciones. La esposa, antes frutera, ahora 'señora de', una mujer que por tanto antes 'pera' y ahora prospera, le mira de reojo orgullosa mientras inequívocamente piensa: “Ole, mi Ortega”. Y sí, 30 o 40 periodistas inmortalizan tan histórico momento.

España mirándose al espejo.

Presto, cojo el portátil. Hoy me voy a poner las botas en la Carta de Ajuste, pienso. Voy a destrozar a toda esta gentuza. Pero una duda me asalta justo antes de ponerme a escribir: ¿Y si lo que diga hoy de los demás puede ser utilizado mañana en mi contra? Putada. Un dilema moral. Y yo sin desayunar.

Hago lo de siempre: abro el Libro de los ejemplos y busco la moraleja que me resolverá la vida. Esta vez, sin embargo, algo terrible va a ocurrir: llego al cuento 51 y aún no he encontrado la respuesta. Hiperventilo. ¿Qué hago yo ahora? ¿Cómo obro? ¿Cómo sabré qué es lo correcto?

Solo se me ocurre una cosa: llamar a mi madre, que en ese momento está, como no podía ser de otro modo, haciendo la maleta para irse y no volver. Cuando termina de contarme su drama, le cuento yo el mío, que es el que realmente importa. Y ella, supongo que aceptando su indudable grado de culpabilidad en mi enorme grado de dependencia moral, decide hacer las veces de Patronio.

-Hijo mío -dijo mi madre-, lo que me habéis contado, y sobre lo cual me pedís consejo, se parece mucho a lo que ocurrió a una mujer que domaba fieras en un circo que yo conozco.

Yo le pedí que me lo contase.

- Hijo -dijo mi madre-, había una mujer que hacía las veces de domadora de fieras en un circo vespertino. Una mujer lozana y dispuesta que, por oficio, debía calmar las ansias de los animales salvajes a su cargo, ávidos siempre de muslámenes que deshuesar. Si se despistaba un poco en su tarea, eran tan fieros los bicharracos a su cuidado que trituraban sin piedad a cualquier folclórica, a cualquier zorra tendida en la calle que se hace la muerta.

- “Esto es lo que pasa por meter la mano en la caja de los andaluces”.

- “Que se joda”.

- “Eres la vergüenza de España”.

- “¡Me lo llevo! ¡Me lo llevo!”.

- Un día -continuó mi madre-, la domadora se dejó llevar por la pasión y se lanzó a devorar a la presa junto al resto de sus fieras. “¡Me lo llevo! ¡Me lo llevo!”, gritaba con sorna, mientras imitaba el gruñido del cerdo. Pasaron los días, los meses, y, de repente, el mancebo que entretenía por las noches a la domadora también fue acusado de meter la mano en la caja de los andaluces, amenazado con la trena por la juez Mercedes Alaya, vergüenza de España, me lo llevo, me lo llevo…

Se convirtió el domador consorte en presa de hienas. Paradoja. Pero estas, sin embargo, ese día no ladraron. Ni al siguiente. Ni al siguiente del siguiente. No es que no tuvieran hambre, es que esa presa era presa amiga. Así que ocultaron el hedor de aquel cadáver y a otra carroña, mariposa.

- ¿Pero qué mierda de historia es esta?, mamá -dije yo al instante-. Todos los cuentos de Patronio acaban con una moraleja en la que ganan siempre los buenos.

- Hijo -dijo mi madre-, ¿tú tienes algún familiar o amigo corrupto?

- No lo sé, mamá.

- ¿Puede que así sea?

- Supongo que sí, mamá.

- Hijo, ¿tú trabajas en Sálvame o eres amigo de las fieras?

- No, mamá.

- Pues mejor no hables mal de nadie -sentenció ella-.

Y por eso hoy no voy a hablar mal de nadie. Tampoco de Paz Padilla.

Hoy voy a hablar bien de alguien. No, es broma.

Ana Rosa Quintana Paz Padilla Isabel Pantoja
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