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El himen de Leticia Sabater como metáfora de todo lo demás
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Nacho Gay

Carta de Ajuste

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El himen de Leticia Sabater como metáfora de todo lo demás

¿Qué importa más, el fondo o la forma de las cosas? Para Telecinco, que acaba de estrenar un programa llamado 'Cámbiame', claramente la forma. Para Sabater, sin embargo, parece que el fondo

Foto: Ilustración realizada por Paco Sordo para 'Vanitatis'
Ilustración realizada por Paco Sordo para 'Vanitatis'

Piedad, no misericordia. Eso es lo que pedía a gritos Galdós. El título que le puso a una de sus obras, precisamente Misericordia, debía ser entendido en realidad como una especie de mcguffin hitchcockiano para no rendirse de entrada a las evidencias del Madrid de finales del XIX, pasacalles de menesterosos. Y por eso el libro termina como termina, cuando Benina, embebida en el Altísimo, le dice a Juliana: “Vete y no vuelvas a pecar”. Juan (8:11).

Supongo que el título del último capítulo de la quinta temporada de Juego de tronos, Misericordia, es también una especie de mcguffin, porque conociendo como conocemos al autor de los libros, George R. R. Martin, es imposible que él crea en la redención de nadie. El mundo de George R.R., y yo sin duda vivo en el mismo que él, siempre irá a peor, por lo que el vía crucis penitente de la cabrona de Cersei Lannister por una calle que se parece mucho a la Vía Dolorosa no ayudará esta vez, como dicen algunos que ocurrió antaño, a salvar a los hombres. Por el contrario, les condenará seguro aún más. Pero, para saber cómo, habrá que esperar a la sexta temporada. Y yo sin duda lo haré.

Lo haré a pesar de que la serie Juego de tronos haya caído en desgracia para las élites cultas, toda vez que el percal entretiene ya hasta a mi santa madre. Pero cuán equivocados están a veces los fariseos dispuestos a apedrear a cualquier adúltera en el monte de los Olivos. Juan (8:5). Si mi profesor de literatura en 8º de EGB levantara la cabeza… Él, que siempre abogaba por las obras con diferentes niveles de lectura, por las novelas de caballeros que eran a su vez tratados filosóficos, repetiría su frase mítica de entonces: “¡Yo me tiro por la ventana!”. Era su forma de condenar la perenne ineptitud (literaria) de un grupo de chavales de 13 años. Eso sí, 'El Chivo', al que llamábamos así por su barba de varios abriles, vio en un servidor, por entonces ya un inadaptado, cierta sensibilidad especial para lo suyo; así que de vez en cuando, siempre que creía sentirse comprendido por mí cuando anteponía el fondo a la forma en sus clases, entonces se parafraseaba a sí mismo y decía: “¡Nacho, tú y yo nos tiramos por la ventana!”.

Casi 20 años después comprendo de golpe aquel desdén permanente de mi enseñante escuchando en LaSexta parte de un monólogo, creo que antiguo, de El club de la comedia. En mi último cumpleaños, una chica que hasta entonces era mi amiga me regaló una cesta con jabones. Yo sonreí falsamente mientras pensaba: “Vaya mierda”. Pero entonces todo el mundo comenzó a elogiar aquel bodegón de amoniacos. Y yo, aunque aún no he sido capaz de apreciar la belleza de la obra, no me he atrevido a mancillarla y por eso la tengo en el baño de adorno. La clave de todo, y esta conclusión se la debo primero a 'ElChivo' y luego a Eva Hache, estaba en la dichosa cesta. Si te regalan unos jabones sueltoste están llamando guarro, pero si los meten en una cestala cosa cambia. Y mucho. La cesta es la clave. Un bebé es un bebé, pero “un bebé en una cesta es el salvador del pueblo hebreo”. De nuevo, la forma sobre el fondo.

Parece una gilipollez, pero esta es la clave maestra que explicaría la condena a la soledad de los que habitamos permanentemente en el alféizar de la ventana, junto a 'El Chivo'. No sufran, no debemos ser muchos. Lo sé porque el único programa que se ha estrenado esta semana en televisión (con éxito, además) se llama Cámbiame y consiste en coger a una mujer o a un hombre (si puede ser de Neandertal, pues mejor) y vestirle it, peinarle on, operarle si hace falta para que dé mejor en cámara.

El sistema es simple. Telecinco (pasacalles de menesterosos, Madrid galdosiano) hace un casting de feos que además visten mal, elige a los más y luego los convierte en feos casi guapos que visten bien. Tres expertos de la cosa deciden tu nivel de inmundicia. “Me horrorizas”, le dice una tonta integral que se cree guay a una fea de solemnidad. “Pero te vamos a cambiar”, añade. Piedad, cariño, piedad, no misericordia.

Parece otra gilipollez, pero bien mirado este es un proceso en cadena complejo y a la postre muy rentable. Una vez reconvertidos en bellos, los otrora feos podrían ir a Mujeres y hombres y viceversa y, ya célebres, a Supervivientes. O mucho me equivoco o Vasile se está agenciando su propio ejército. Y lo hace sobre una premisa nada escandalosa, por cierto: proponiendo el genocidio de los feos.

Perdón, retiro ahora mismo mi chiste sobre el Holocausto. Este artículo va a quedar archivado en la hemeroteca más grande del mundo (Google) y algún capullo lo podría recuperar el día de mañana, cuando una alcaldesa se fije en mí para ser su concejal de Cultura. Es lo que tiene vivir en un país con escaso sentido del humor (blanco y negro) y en el que la forma, en eso estábamos, siempre prevalece sobre el fondo.

Y por esto mismo, por el problema del fondo, allí me hallaba, de nuevo sobre el alféizar, tras ver el estreno de Cámbiame. Estaba escribiendo en el móvil una carta de despedida antes de arrojarme al vacío en busca de 'El Chivo', cuando un amigo me manda por WhatsApp un vídeo de Leticia Sabater en Sálvame (Leticia Sabater, ya saben, ese mito erótico de toda una generación perdida. La mía). Bueno, la cosa es que, como no tenía mucho que hacer antes de suicidarme, me puse a ver el vídeo. Un vídeo que, a la postre, me salvaría la vida.

Leticia Sabater narraba su viaje a Miami para reconstruirse su flor. La flor femenina siempre me ha despertado una sana curiosidad. Supongo que a mucha gente. Al fin y al cabo, todos hemos venido al mundo tras la ruptura de una. La cosa es que Leticia siempre había estado contenta con la suya. Aquello que tenía ahí abajo era bastante mono. Sin embargo, no lo suficientemente profundo. Y eso la condenaba a la soledad, pues no podía mantener relaciones estables. Nadie entendió su problema y toda la banda deluxe se mofó de ella. Tras el vituperio colectivo, Jorge Javier acompañó a la diva a la puerta como quien acompaña a una adúltera recién salvada de ser apedreada por los fariseos. Juan (8:5). Vázquez, endiosado hasta la médula, como de costumbre, se despidió con un adiós, pero en realidad quiso decir: “Vete y no vuelvas a pecar”. Juan (8:11). Galdós (Misericordia).

Ninguneada, Leticia abandonó el plató, al tiempo que yo saltaba del alféizar (hacia adentro). ¿Por qué? Porque ya no estaba solo. Leticia había sido la única persona a lo largo de toda la semana a la que había visto anteponer, a su manera, sí, pero la única en anteponer el fondo (de su cosita) a la forma. Algo que, por cierto, le había condenado a la soledad, tal como a mí.

Ahora concluyo este artículo desde la sala de espera de la puerta E62 de la Terminal 4 de Madrid-Barajas esperando que se anuncie el embarque del vuelo IB5254 con destino a Miami. Antes de despegar quiero dejar un mensaje a una persona: Leticia, tú tampoco estás sola. ¡Leticia, tú, 'El Chivo' y yo nos tiramos por la ventana!

Piedad, no misericordia. Eso es lo que pedía a gritos Galdós. El título que le puso a una de sus obras, precisamente Misericordia, debía ser entendido en realidad como una especie de mcguffin hitchcockiano para no rendirse de entrada a las evidencias del Madrid de finales del XIX, pasacalles de menesterosos. Y por eso el libro termina como termina, cuando Benina, embebida en el Altísimo, le dice a Juliana: “Vete y no vuelvas a pecar”. Juan (8:11).

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