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Cuando la butaca se convierte en diván
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María José S. Mayo

La hija del Acomodador

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María José S. Mayo

Cuando la butaca se convierte en diván

Hace pocas semanas se publicó en España Cineclub, un libro muy interesante en el que el escritor canadiense David Gilmour, explicaba cómo el cine le sirvió

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Cuando la butaca se convierte en diván

Hace pocas semanas se publicó en España Cineclub, un libro muy interesante en el que el escritor canadiense David Gilmour, explicaba cómo el cine le sirvió como elemento de unión con su hijo adolescente. Ante su negativa a estudiar, le propuso un trato: podía dejar los estudios y vivir en su casa si se mantenía alejado de las drogas y dedicaba todas las semanas unas horas a ver alguna película que él elegiría. De esta manera fueron desfilando títulos como Los cuatrocientos golpes, La dolce vita, Desayuno con diamantes, Lolita, Annie Hall, o incluso algún trabajo de Tarantino, como Pulp Fiction. Todos ellos aportaron un educación sentimental a un hijo díscolo y comprometieron a un padre en su educación.

 

Más allá del entretenimiento, el cine me ha fascinado por su capacidad de hacer aprender cosas de la vida. He sentido la dureza de la guerra en poemas visuales como Masacre: ven y mira, la claustrofobia de un preso en Un condenado a muerte se ha escapado; veranos de largas charlas y visitas a la playa en La rodilla de Claire o Cuento de verano; he aprendido acerca del deseo con La tía Tula, y sobre todo me he sentido comprendida con películas como La doble vida de Verónica o Adaptation, que me han hecho ver aquello que dice en la camiseta de un amigo de que “Raros somos todos”.

Me acuerdo de Gena Rowlands escuchando a través del respiradero los sufrimientos del personaje de Mia Farrow e identificándose con ellos en Otra mujer, y así es cómo me veo ante una película. Me he metido en la piel de aquellos personajes con los que más me identificaba y gracias a ellos he podido vivir situaciones que de otra forma no hubiese vivido. Es algo que me ha hecho comprender otras formas de vida y entender el dolor o la alegria de otros seres humanos. Me ha hecho más empática.

Quizá de una manera un tanto sui géneris, los locos por el cine somos unos hipnotizados por la experiencia. Unos curiosos irremediables que buscan la esencia de la vida a través de la forma resumida del cine.

No estoy de acuerdo con que el cine es un medio pasivo: el espectador solo recibe. Mentira. El buen espectador sabe analizar lo que recibe y poner su propio ser en lo que ve, de manera que directores más contemplativos o discursivos tendran siempre gente que quiera contemplar sus creaciones. Yo quiero ver un Terrrence Malick como el de El nuevo mundo y también un Paranoid Park de Gus van Sant aunque no sean fáciles. Disfruto sumergiéndome en sus imágenes, en sus historias; poniendo de mi parte.

Lo reconozco: el cine ha sido para mí toda una terapia. Me ha ayudado a comprender que la vida no tiene sentido, pero que en determinados momentos distintas fuerzas se juntan para dar momentos perfectos. Los mismos que a veces se crean en hora y media o dos horas en los que todo parece ser posible.

Hace pocas semanas se publicó en España Cineclub, un libro muy interesante en el que el escritor canadiense David Gilmour, explicaba cómo el cine le sirvió como elemento de unión con su hijo adolescente. Ante su negativa a estudiar, le propuso un trato: podía dejar los estudios y vivir en su casa si se mantenía alejado de las drogas y dedicaba todas las semanas unas horas a ver alguna película que él elegiría. De esta manera fueron desfilando títulos como Los cuatrocientos golpes, La dolce vita, Desayuno con diamantes, Lolita, Annie Hall, o incluso algún trabajo de Tarantino, como Pulp Fiction. Todos ellos aportaron un educación sentimental a un hijo díscolo y comprometieron a un padre en su educación.