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Elizabeth Taylor y la historia de la perla Peregrina
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Paloma Barrientos

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Elizabeth Taylor y la historia de la perla Peregrina

 Elizabeth Taylor consumía maridos con la misma pasión que su querencia a coleccionar joyas. Las tenía de todos los colores (topacios, aguamarinas, esmeraldas, rubíes, agatas, turquesas…) y tamaños. Muchas

Foto: Elizabeth Taylor y la historia de la perla Peregrina
Elizabeth Taylor y la historia de la perla Peregrina

 Elizabeth Taylor consumía maridos con la misma pasión que su querencia a coleccionar joyas. Las tenía de todos los colores (topacios, aguamarinas, esmeraldas, rubíes, agatas, turquesas…) y tamaños. Muchas fueron regalos de esos hombres a los que amó y cuya pasión le duraba el mismo tiempo que tardaba en aburrirse del aderezo correspondiente.

Si algunos de sus amores fueron flor de un día, como el interesado albañil que, a cambio de pensión compensatoria, le alegró su vida sexual, otros formaron parte de su existencia afectiva, aunque no hubiera cama por medio. Fue el caso de Malcom Forbes que, en su momento, le ofreció el mundo que incluía su palacio de las mil y una noche en Tánger. El mundo no lo aceptó, pero sí disfrutó de los encantos morunos en ese remanso de paz y lujo que era la posesión del magnate.

Allí la conocí y, mientras respondía a la entrevista en una de las habitaciones de aquel palacio, me enseñó sus tesoros de viajar (así llamaba a las joyas de menor categoría) en forma de alhajas. Un reportaje que se publicó en la revista Tiempo y que sirvió después para identificar algunas de las piezas más valiosas que formaban parte del alijo sustraído por unos ladrones de poca monta.

En aquellas fechas era la invitada de Forbes, que celebraba su setenta cumpleaños en una macrofiesta que duraba lo mismo que la boda de Farruquito. Tánger se convirtió aquel verano en centro de operaciones de la opulencia y el glamour.

Forbes fletó un boeing desde Nueva York para acercar a sus amistades a su reducto tangerino. Kissinger, Donald Trump, Catalina Graham, Constantino y Ana María de Grecia, que siempre se han apuntado al “gratis total”, María Gabriela de Saboya y un sinfín de ricos herederos que compartieron reunión de cumpleaños con un grupo de periodistas españoles e internacionales a los que Forbes trataba casi mejor que a sus amigos sociales.

Liz Taylor ejercía de anfitriona y, desde el primer momento, nos consideró su familia. Ese día pude constatar que sus ojos eran tan cambiables como las horas del día. Pasaba del gris mañanero al verde de mediodía virando al violeta para acabar coincidiendo con el azul noche del cielo africano.

Le pregunté por su joya preferida y no tuvo un momento de duda: “La peregrina”. Y me explicó con todo lujo de detalles el origen y la historia de esta perla con forma de lágrima pescada en aguas del caribe panameño en el siglo XVI. Más tarde se engarzaría en una cúpula de brillantes con una franja de oro en la que figuraba la frase:  “Soy la peregrina”, un lema convertido en leyenda.

"Felipe II fue su primer dueño y yo la última”, me dijo. Fue un regalo de amor de Richard Burton, que la adquirió por 37.000 dólares en 1969. La reina Sofía tiene otra “peregrina”, aunque, como con la Atlántida, nunca se sabrá cuál es la real y cuál la ficticia.

 

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 Elizabeth Taylor consumía maridos con la misma pasión que su querencia a coleccionar joyas. Las tenía de todos los colores (topacios, aguamarinas, esmeraldas, rubíes, agatas, turquesas…) y tamaños. Muchas fueron regalos de esos hombres a los que amó y cuya pasión le duraba el mismo tiempo que tardaba en aburrirse del aderezo correspondiente.

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