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La Mosquera se reinventa y saca pecho
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Gema López

Malas Lenguas

Por
Gema López

La Mosquera se reinventa y saca pecho

Cuando la conocí tenía poco más de veinte años, pero ya parecía una señora mayor. Era la época en la que el púgil Carrasco no se

Foto: Raquel Mosquera, en una imagen de archivo
Raquel Mosquera, en una imagen de archivo

Cuando la conocí tenía poco más de veinte años, pero ya parecía una señora mayor. Era la época en la que el púgil Carrasco no se perdía un sarao y ella, siempre sonriente, le acompañaba del brazo y contestaba amablemente a la prensa. Raquel y Pedro formaban un tándem perfecto en el que no existían ni complejos por la diferencia de edad y ni por los kilos de más, que aquella rubia de rizos imposibles y uñas extra largas enseñaba dentro del jacuzzi en uno de los muchos reportajes que ofrecieron.

Nadie podría pensar, hace casi veinte años, que Raquel fuese capaz de protagonizar la portada de Interviú, pero tampoco podíamos imaginar que tras la trágica muerte de Carrasco se convertiría en protagonista de uno de los culebrones que más cuota de pantalla y más millones movió, durante la época más turbia de su vida.

Tras aquellas durísimas imágenes en las que Mosquera mordía literalmente la arena del campo santo donde fue enterrado el gran amor de su vida, llegó el silencio. Raquel se recluyó en los brazos de su familia, que acunaba a una joven viuda que nunca pudo borrar de su memoria la imagen que se encontró aquel día al llegar de trabajar y ver a Carrasco muerto en la cama que tantas noches había compartido con ella.

Aquella fue la primera depresión por la que atravesó aquella chica de barrio a la que la vida le tenía guardada más de una sorpresa. A los problemas económicos, se le sumó la marcha forzada, unos años después, de la casa que había sido domicilio conyugal y Raquel entró en barrena. Fueron días de silencio y llanto, de lacas, rulos y soledad.

Una soledad que rellenó con un nigeriano de nombre Tony, que le proporcionó unas extensiones imposibles, le dio lo único que no pudo ofrecerle Carrasco, una hija, y la condujo al descredito público. Mosquera negaba el amor para salvaguardar la exclusiva y mercadear y todos aquellos que años antes nos habíamos sumado a su dolor, vapuleamos a aquel personaje poco creíble que ponía precio a cada capítulo del culebrón.

La frágil Raquel jugaba con fuego, terminó quemándose y una madrugada, presa de aquel laberinto en el que se había metido, se encerró en el cuarto de baño e intentó acabar con su vida. El nigeriano también rentabilizó su intento de suicidio.

Pero como el Ave Fénix, ella resurgió, porque existen varias raqueles y de todas ellas la Mosquera sabe sacar provecho. La dócil y sonriente esposa, la viuda desconsolada, la mujer engañada, la señora capaz de saltar de un trampolín demostrando que el vértigo es otra cosa y, ahora, una sexi fémina que luce encantos. De todas ellas, me quedo con aquella que conocí hace casi veinte años y que, si algo aprendió del campeón del cuadrilátero, fue a levantarse después del KO.

Cuando la conocí tenía poco más de veinte años, pero ya parecía una señora mayor. Era la época en la que el púgil Carrasco no se perdía un sarao y ella, siempre sonriente, le acompañaba del brazo y contestaba amablemente a la prensa. Raquel y Pedro formaban un tándem perfecto en el que no existían ni complejos por la diferencia de edad y ni por los kilos de más, que aquella rubia de rizos imposibles y uñas extra largas enseñaba dentro del jacuzzi en uno de los muchos reportajes que ofrecieron.

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