En la cama con Marita
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Cuando te cuidas más para ver al repartidor de Glovo que a tu pareja
Echo de menos lo de pasarme una hora pensando qué ponerme para impresionar en una cita. Mi vida de freelance me ha convertido en un espantapájaros en pijama condenado a la soltería eterna
Hace tiempo, Victoria Beckham soltó una de esas frases que escuecen y molestan más que sus pequeñas intervenciones en las canciones de las Spice Girls. La diseñadora dijo que se preocupaba por que su marido no la viera jamás sin arreglar para mantener así su amor vivo. Yo siempre he sido de las que creen que el amor no solo ha de sobrevivir a la enfermedad y a la pobreza, sino ante todo al mal despertar o a la bata de boatiné.
El problema es que cuando llevas un tiempo en pareja, de repente la cara de catarro se convierte en tu máscara diaria, tu bata de boatiné en tu uniforme y descubres con cierta pena y ante todo, con mucho alivio, que te da absolutamente igual que tu novio te vea con el aspecto de Solange tras pelearse en el ascensor con su cuñado.
Me despierto cada día a las seis de la mañana para trabajar, y como soy autónoma y trabajo en casa, a las 6:05 am ya estoy trabajando. Esa es la segunda enemiga de las relaciones: trabajar en tu hogar, donde pierdes cualquier pudor a pasar 24 horas en pijama, sin peinar y con las legañas que te acompañaron al despertar presentes en tus ojos todo el día sin que ninguna de las tres cosas anteriores te perturbe en absoluto. Lo curioso es que te acostumbras tanto a no ver a nadie -excepto a tu pareja, a quien ves como un compi de coworking que tan solo aparece unas horas en tu oficina casera- que cuando pides un Glovo, de repente, tienes la decencia de mirarte por primera vez en el día al espejo para arreglarte un poco. Para ese encuentro de tres segundos te preparas -con te preparas quiero decir que te peinas y te molestas en comprobar que no tienes migas de pan en el pecho-, pero para ver a tu pareja, no, porque se desenvuelve en tu ámbito privado y estás en tu derecho de estar hecha un verdadero y absoluto cuadro. ¿Que te enamoraste de una rubia que siempre llevaba vestidos monísmos y los labios pintados de rojos? Pues es la misma que está debajo de este pijama XXL de Mickey Mouse y que tiene unas raíces más largas que nuestra relación amorosa.
Me da lástima no ser como Victoria Beckham -y aquí podría terminar la frase- y haber perdido la preocupación por estar perfecta para mi pareja, para el repartidor de Deliveroo y ante todo para mí misma, pero el amor también es eso, aceptar que tu pareja no es tan maravillosa como parecía serlo durante esas primeras citas. Creo -o espero- que el haber perdido cualquier necesidad de tener un aspecto respetable ante mi pareja no es una señal de que no esté enamorada, sino un indicativo en neones que viene a decir “si me quieres con mis vestidazos, también con mi pijama costroso de Primark”. Y quien no esté de acuerdo con mi cartel luminoso, que haga un swype y busque el match en otra parte. Por este tipo de cosas creo que me condeno a una soltería eterna, pero a partir de los 30 he perdido cualquier necesidad de esforzarme en resolver o preocuparme por cosas nimias cuando mi mente tiene que estar pendiente de cosas mucho más necesarias, como llevar al día las facturas o intentar comprender a Benedict Cumberbatch sin subtítulos.
Mucha gente engorda cuando encuentra el amor. Las cenas románticas en pareja con sus suculentos postres, las seis horas seguidas viendo Netflix los domingos en el salón y el abandono parcial del gimnasio son algunas de las causas por las que el amor condena a algunos a parecerse más al rechoncho de Cupido que a un Adonis. Yo nunca he sido de las que se descuidan por estar en pareja, porque como me duran menos los novios que los euros en la mano, nunca bajo la guardia. Pero lo de ponerme mona las 24 horas sí que no va conmigo, llámalo vagancia o llámalo “el mundo me da completamente igual a estas alturas”. Si quiero que mi pareja me vea con un moño deshecho -pero deshecho de verdad, no como los de Meghan Markle-, con ojeras fantasmagóricas, en pijama y con mis zapatillas de estar por casa de la taza de La Bella y la Bestia, es cosa mía. Yo me engaño repitiéndome esa falacia de que he ganado seguridad en mí misma cuando me doy un poco de asco al descubrirme de semejante guisa ante el espejo, cuando la realidad es que a estas alturas las cosas me importan cada vez menos y como el amor Disney no existe, tampoco sus perfectas princesas.
¿Ha acabado el mundo freelance con mi amor propio? ¿Me ha condenado a la soltería eterna? Si me quedo soltera, teniendo en cuenta que trabajo en casa, ¿cómo demonios voy a tener un rollo de oficina? En fin, os dejo ya, que he pedido un Glovo y tengo que arreglarme un poco. Dicen que el amor es ciego, y teniendo en cuenta la pinta que tengo en mi día a día, solo puedo decir que menos mal.
'Antimanual de autodestrucción amorosa' (ed. Aguilar) es el primer libro que publica la periodista Marita Alonso, quien se ha convertido en nuestra consultora semanal en cosas de amor, desamor, sexo y otras dichas y desdichas. Plantéale tus preguntas e intentará darles respuesta.
Hace tiempo, Victoria Beckham soltó una de esas frases que escuecen y molestan más que sus pequeñas intervenciones en las canciones de las Spice Girls. La diseñadora dijo que se preocupaba por que su marido no la viera jamás sin arreglar para mantener así su amor vivo. Yo siempre he sido de las que creen que el amor no solo ha de sobrevivir a la enfermedad y a la pobreza, sino ante todo al mal despertar o a la bata de boatiné.