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El Borbollón: el difícil adiós a un clásico madrileño
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El Borbollón: el difícil adiós a un clásico madrileño

Un local que supo mantener el estilo de los 80 durante 35 años con el mismo entusiasmo y nivel de calidad que el primer día

Foto: El Borbollón
El Borbollón

Muchas veces tendemos a pensar que el nivel gastronómico de una ciudad viene dado por el número de estrellas que atesora; la realidad suele ser mucho más sencilla, el nivel gastronómico lo da un buen número de restaurantes que, sin galardones ni reconocimientos, ofrece una comida de calidad capaz de atraer a mucha gente, de muchos tipos distintos, durante mucho tiempo; por eso, en mi opinión, cuando uno de esos locales cierra sus puertas, la riqueza gastronómica de una ciudad sufre más que cuando se pierde o se gana una estrella.

El pasado 30 de noviembre tuvimos una de esas pérdidas: El Borbollón, después de 35 años dando de comer, cerró definitivamente sus puertas.

La historia del Borbollón es muy sencilla y más habitual de lo que se puede pensar: una familia, los Castro Arroyo, con experiencia en restauración que se decide a montar su propio negocio y se dedica en cuerpo y alma a la atención al cliente, manteniendo una carta casi inalterada basada en una oferta de cocina vasco francesa (muy en boga por aquél entonces) que, sin llegar al sobresaliente como media (sí que lo alcanzaba en alguno de sus platos), nunca ha bajado de un notable alto. Todo esto complementado por una barra donde su producto estrella, la tortilla de patata, ha deslumbrado a todos los que la han probado; baste decir que, diariamente, más allá de los innumerables pinchos consumidos en la barra, salía una media de cien tortillas para llevar y, semanalmente, cerca de cincuenta tortillas salían envasadas al vacío con destinos tan dispares como Bruselas, Londres o incluso Monterrey.

Pero con ser la tortilla un auténtico icono del Borbollón, este local era mucho más; en la misma barra se podían tomar unas destacables croquetas o unos filetes rusos o unas patatas con ajo impecablemente fritas que Alfonso siempre servía de forma generosa con tu cerveza o vino. Si pasabas al comedor, te encontrabas con una decoración clásica, con mesas cómodas, servicio atento y una oferta de platos que garantizaban que todo el mundo encontraría algún plato a su gusto.

Desde entrantes como unos irreprochables caracoles o unos fantásticos torreznos a recetas tan tradicionales como el chateubriand, el lenguado meunier o ese corzo con salsa de pimienta verde convertido en un clásico a lo largo del tiempo, la oferta de El Borbollón era una inmersión en platos de toda la vida perfectamente ejecutados y que, muchas veces, te hacen preguntarte por qué no habrá más restaurantes que sigan defendiendo esta cocina tradicional. Aquí se podía disfrutar de uno de los mejores foies que este gato ha probado y guisos como la pepitoria o el rabo de toro nunca defraudaban.

Un local en el que igual se podían encontrar políticos, periodistas, financieros, funcionarios, publicistas y, en general, todo tipo de aficionados a esto del buen comer y beber. Y hablando de bebida, un lugar como El Borbollón tenía por fuerza que estar centrado en las denominaciones de Rioja y de Ribera del Duero, los vinos que en el momento de su apertura marcaban (con honrosas excepciones) la gastronomía nacional y de los que fueron atesorando botellas de grandes añadas.

El cierre de un establecimiento como El Borbollón nos lleva a pensar en la realidad diaria de esos establecimientos que pensamos que siempre estarán ahí, sin llegar a valorar en toda su extensión el trabajo que supone mantenerlos abiertos y, de alguna forma, nos pone ante la realidad de los cambios que se van produciendo en la gastronomía de una ciudad, donde las numerosas aperturas que se producen no llegan a cubrir el vacío que nos dejan los cierres de estos locales que han formado parte de nuestra cultura.

Valga este sencillo artículo sobre El Borbollón como homenaje a todos esos restaurantes y, sobre todo, a todos esos profesionales que nos hacen disfrutar de grandes momentos enfrente de una barra o sentados a una mesa.

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Muchas veces tendemos a pensar que el nivel gastronómico de una ciudad viene dado por el número de estrellas que atesora; la realidad suele ser mucho más sencilla, el nivel gastronómico lo da un buen número de restaurantes que, sin galardones ni reconocimientos, ofrece una comida de calidad capaz de atraer a mucha gente, de muchos tipos distintos, durante mucho tiempo; por eso, en mi opinión, cuando uno de esos locales cierra sus puertas, la riqueza gastronómica de una ciudad sufre más que cuando se pierde o se gana una estrella.

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