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Mesón del Tío Aquilino: mucho más que una taberna histórica
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Mesón del Tío Aquilino: mucho más que una taberna histórica

¡Vamos al Zalacaín de Vallecas! No sé de dónde vino la frase, pero ese bautizo ha perdurado en el tiempo. Y a este gato no le sale ya otra manera de llamar al Mesón del Tío Aquilino

Foto: Mesón del Tío Aquilino
Mesón del Tío Aquilino

Y nada más lejano a nuestro querido Zalacaín. Aquí no encontrarán alta cocina, ni un servicio de gueridón, ni les despiezarán una pularda en sala o les cocinarán unas crepes Suzette a su vera, pero de aquí saldrán con la misma sensación de satisfacción y de dinero bien invertido que en la casa de Álvarez de Baena, cada uno en su partido y cada uno en su liga.

Llegó Aquilino a Madrid cuando corría el año de 1972 y compró un bar en el lugar donde hoy se asienta el restaurante, y daba un servicio de bar, vinos y raciones que los acompañasen. Un lugar de tapeo en una zona que no es la Vallecas de hoy, pegado a Entrevías. Pero pronto corrió en el barrio la justa fama de sus orejas a la plancha y vecinos y parroquianos se convirtieron en asiduos. La oreja tenía tal éxito que el bueno de Aquilino decoró el techo del local con estas extendiendo así más su fama… Y llegaron los primeros cabritos. Los traía del pueblo y era capaz de darles un punto magistral en el asado. Había los que había y estaban cuando estaban. Nunca sobró uno. Nunca alguno quedó huérfano de cliente. Y la fama se extendió y Aquilino se convencía más de una máxima que le ha acompañado toda su carrera en esto de dar de comer bien a la gente: calidad. Calidad por encima de todo. Se paga porque la gente la paga. Calidad y cariño. Calidad y cosas bien hechas. Calidad y mente abierta a aprender. Atrás quedaron los consejos y buena ayuda/enseñanza de su mujer, Josefina, y, sobre todo, de la abuela Irene. Calidad en el producto, calidad en las hechuras, calidad en la atención a esa clientela cada vez más numerosa y más fiel a Aquilino.

Calidad que perdura hoy, aun con Aquilino presente con un funcionamiento cada vez más delegado en sus hijos que han aprendido bien la lección.

Aquí se viene a gozar y a dejar que a uno le hagan disfrutar. Mejor en grupo que en mesas de dos. Por la importancia de las raciones. Por el contenido de estas. Por lo sugerente de la carta que da literalmente rabia tener que quedarse en un entrante y un plato, por la profundidad e inmensidad de estos. Y por la calidad de su cocina y la ejecución de esta.

Siéntense en uno de los dos salones (Aquilino supo ir comprando los locales que iban quedando vacíos alrededor para ir ampliando el negocio hasta la dimensión de hoy) y no dejen de tomar su bonito casero en escabeche (con media ración habríamos comido cuatro) y su excepcional salmón ahumado en casa. No esperen esas insípidas lonchas de un naranja artificial en corte casi transparente. Les llegarán unas lonchas gruesas, de color salmón, y de sabor profundo y largo, muy largo. Imperdonable sería que no tomen una ración de la morcilla de la abuela Irene, que llegará deshecha en una cazuela de barro, caliente, melosa, sabrosa, un plato con el que el concepto relamerse cobra todo su sentido. Y déjense llevar por la carta para completar su aperitivo, cecina, lengua, croquetas, mollejas de cordero, buenas migas manchegas… La cocina de equilibrios y fuegos fatuos aquí se eliminó el día que Aquilino compró aquel bar.

Y no se juega a hacer tonterías. Los platos y las raciones son los protagonistas de la comunicación con el comensal. Sabor, guisos bien hechos, calidad en las materias y muchas ganas de agradar.

La cuchara es un instrumento de uso diario y al que se le da esa importancia que debe tener. Pregunten por el guiso del día (tomamos unas fabes con alcachofa tremendas), pero no descuiden sus alubias de riñón con pato, las lentejas con foie o con matanza, los garbanzos con langostinos, el cocido maragato de los miércoles, judías pintas con andares de cerdo…, así hasta treinta variedades que van rotando, en generosas raciones.

Y otro apartado a no olvidar son sus arroces de cuidado y sabroso fondo y de hechura tabernoacadémica. El que tomamos, arroz con gallina, tenía todo el sabor de esta en el caldo y en el arroz, e invitaba a seguir y seguir aun cuando sabíamos lo que aún quedaba por delante y el camino hasta entonces recorrido no había sido escueto. Y costó elegir entre este o el con bogavante, o el de boletus y almejas, o el de almejas y calamares… Tanto un guiso como un arroz deben formar parte de su comanda. Sí o sí.

Entre los pescados son famosos su congrio al ajoarriero y el bacalao a la vizcaína, aunque vimos algún otro bacalao de alguna mesa vecina que nos llamaba con nombre y apellidos.

Tampoco debe faltar una carne en la comanda. Nosotros optamos por un buen cochifrito (los he tomado allí con menos grasa) y unos callos de aspecto inferior a la sabrosidad del guiso. Ricos, melosos, ¡de mojar pan! Pero el rabo de toro, las manitas de cerdo trufadas, las mollejas, el morcillo encebollado o un buen chuletón (para una, dos o tres personas) no son alternativa baladí.

Postres caseros a los que se llega con dificultad (tómense un orujo o un gin-tonic) y carta de vinos que la situación ha reconducido a referencias más comerciales que las verticales de Vega Sicilia que años atrás la construcción engullía. En cualquier caso encontrarán fácil refugio para esta cocina sabrosa y sincera.

Acudan, dejen el coche en el parking que tiene el propio mesón enfrente, y prepárense a disfrutar un buen rato de esa cocina inmutable en el tiempo y de esos sabores ricos y golosos.

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Y nada más lejano a nuestro querido Zalacaín. Aquí no encontrarán alta cocina, ni un servicio de gueridón, ni les despiezarán una pularda en sala o les cocinarán unas crepes Suzette a su vera, pero de aquí saldrán con la misma sensación de satisfacción y de dinero bien invertido que en la casa de Álvarez de Baena, cada uno en su partido y cada uno en su liga.

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