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Mugaritz, cuando el discurso manda

En Mugaritz, uno de los baluartes de la vanguardia culinaria mundial, la cocina se plantea como un reto más allá del orden establecido

Foto: Restaurante Mugaritz. (Fotos: José Luis López de Zubiria)
Restaurante Mugaritz. (Fotos: José Luis López de Zubiria)

Llevaba muchos años sin visitar Mugaritz. Tras acudir con relativa frecuencia en su primera época, fui espaciando cada vez más mis visitas a medida que la cocina de Andoni Luis Aduriz evolucionaba hacia corrientes mas conceptuales, lo que le ha llevado a convertirse en una figura de relevancia mundial y ha permitido a su restaurante alcanzar las más altas cotas en las listas más influyentes del mundo. Baste decir que desde su irrupción en la lista 50 Best Restaurants, en 2006, nunca ha abandonado el top diez, al margen de ostentar dos estrellas Michelin de manera ininterrumpida desde el año 2005.

Recién inaugurada la temporada 2017, y con un nuevo menú en la carta, acudimos con renovada ilusión a reconciliarnos con una cocina que nos había dejado fríos en nuestras últimas visitas.

El propio Andoni nos da la bienvenida en la cocina con una pequeña charla en la que nos previene de lo que viviremos a lo largo de las siguientes horas: una experiencia muy diferente de la que estamos acostumbrados a encontrar en un restaurante y que podrá gustarnos o no, en función de la concepción que cada uno de nosotros tenga de lo que es la comida, nos dice. Hay que tener en cuenta, recalca, que su objetivo es satisfacer a clientes procedentes de más de 70 países diferentes.

Si consideramos, además, que el equipo de cocina está formado por cocineros pertenecientes a más de 15 nacionalidades distintas, entenderemos que en sus fogones no se practique una cocina arraigada en el entorno, más allá del empleo de productos de proximidad.

Una vez lanzado el reto, el comensal (al menos en el día de nuestra visita), no tendrá ya la oportunidad de intercambiar con el chef impresiones sobre las sensaciones que aquel le haya dejado. Una pena.

A lo largo de la cena, que se prolonga durante más de tres horas, una animosa y joven brigada identificada completamente con la filosofía y la propuesta de Andoni y su equipo, se encarga de recordarnos varias veces que estamos viviendo una experiencia única que trasciende del mero hecho de comer, destinada a hacernos reflexionar.

La mesa se presenta desnuda, con un inmaculado mantel blanco y un adorno central, también blanco. Una vez sentados, una servilleta y un vaso de delicada cerámica japonesa, también blancos, completan el servicio. Es importante tener en cuenta que la mayoría de los bocados que irán apareciendo o se comerán con la mano, o se absorberán del recipiente en el que se sirvan o, incluso, se chuparán directamente del plato con la lengua. En caso necesario, se añadirán los cubiertos pertinentes.

El menú se articula en torno a unos 30 bocados, en una serie que intercala platos salados con dulces, toda vez que, como también se nos recalca, carece de postres y de cualquier orden de servicio al que estemos acostumbrados.

Convenientemente aleccionados, comienza el pase en una secuencia que, personalmente, me pareció desordenada y carente de un hilo conductor coherente, más allá del de pretender provocar sorpresa y desconcierto en el comensal.

El producto está al servicio de la técnica y se supedita a un juego de deconstrucciones a través de una serie de tratamientos que dan lugar a un conjunto de texturas resuelto, para mí, con dudoso éxito y muy alejado de la armonía y equilibrio que uno espera encontrar en un restaurante de alta cocina como este.

Alguno de los bocados resultan desagradables (los tendones de pollo presentes, por ejemplo, en un plato mas que cuestionable: 'asado de pollo') o producen rechazo, como el insidioso olor a fango del 'caldo de minestrone'. Otros son casi imposibles de comer por su dureza, como, por ejemplo, la del cristal de azúcar que hay que romper en el 'kagami de piñones y raspadura de hielo'.

Como consecuencia de tanta provocación, algunos platos rozan lo esperpéntico, como las 'patatillas con pato', una suerte de 'ruffles' impregnadas en salsa de pato.

La mayoría de los platos carecen de sabores marcados y reconocibles, muchos de los cuales desaparecen tras el bocado inicial. Solo se salvan el 'beso helado de ostras' (un tartar que se absorbe de la esfera de hielo sobre la que reposa), las 'huevas de mixera (bogavante) con tigre ahumado', una especie de ceviche al que no le vendría mal un poco más de potencia, y 'la bula del Pio Nono', algo parecido a un brazo de gitano esponjoso que a mí me supo a carrillera y foie gras (pero vaya usted a saber).

A diferencia de lo que suele pasar en restaurantes de esta categoría, donde lo normal es encontrar varios platos memorables, ninguno de ellos permanecerá en mi recuerdo, más allá de lo anecdótico de su presentación o tratamiento, o del hecho de comer grasa de vaca diluida chupada directamente de un trozo de hueso ('tocino de vaca asado al hueso'), o de comerse una cococha de bacalao convertida en un fiambre desleído pringándote los dedos ('terrina cabeza de kokotxas')

Resulta sorprendente que de todos los productos que componen el menú, solo los guisantes lágrima ('guiso tostado de lágrimas de primavera'), la merluza ('merluza en blanco con sake Doburoko') y los cogollos de lechuga ('yemas de lechuga con unto de chorizo') se presenten sin haber sufrido alteraciones en sus propiedades o estructura, a diferencia del resto, que han sido sometidos a diferentes tratamientos que han modificado las mismas, hasta hacerlos difícilmente reconocibles.

Llama también la atención el empleo mayoritario de productos 'menores', en detrimento de otros de mayor valor gastronómico, tónica habitual en cocinas de alto nivel como esta. Si se emplean, están tan transformados que quien esto escribe ha sido incapaz de detectarlos. También es remarcable un cierto abuso de ingredientes que producen un efecto excesivamente pegajoso en la boca en varios de los platos servidos.

El punto final lo pone un plato denominado 'In dubiis, abstine', que resulta ser un concentrado de jugo de carne colocado en el centro de un plato blanco, que debe comerse con la lengua (nosotros optamos por hacerlo de manera 'digital'). El servicio del mismo viene acompañado por una breve introducción que le corresponde hacer a una voluntariosa y titubeante camarera, quien explica que, a diferencia de la inmensa mayoría de los restaurantes del mundo, en los que se cierra la comida con 'postres dulces y barrocos servidos en cantidades excesivas', aquí se hace con este plato para cerrar así la reflexión e iniciar el debate.

En resumen, una de las mayores decepciones que este modesto cronista ha experimentado en un restaurante en los últimos tiempos. Sospecho que la 'vanguardia culinaria' ya no es lo mío.

Ningún pero que poner al servicio de sala, que dispensa a los clientes un trato exquisito en todo momento. Mención especial merece Silvia Garcia, la formidable sumiller recién desembarcada del Kabuki Wellington madrileño, quien con su discreción, buen gusto y conocimiento, nos brindó una selección de vinos (esta sí) memorable y quien con la mejor de sus sonrisas intentó explicar lo inexplicable a una mesa que se tomó con un encomiable sentido del humor la 'experiencia' vivida: que para Andoni Luis Aduriz lo de menos es el sabor de sus platos y que estos son verdaderamente apreciados una vez explicados.

Definitivamente, me hago mayor. Para mí, la comida es un acto sencillo y lúdico, cuyos estímulos deben ir dirigidos, en primer lugar, al paladar. Mis reflexiones y conclusiones llegan después, pero ya no soy capaz de recorrer el camino en sentido inverso.

No entiendo la necesidad de transformar unos productos de tan alta calidad como los que nos ofrece hoy en día el mercado global para presentarlos en estructuras y texturas alteradas, sobre todo, si el empleo de tal derroche técnico no contribuye a enriquecerlos, como sucede en tantos otros establecimientos de este nivel, sino más bien al contrario, a enmascarar y mitigar sabores.

Les parecerá muy simple, pero prefiero comer tuétano sobre una rebanada de buen pan recién tostado, en vez de lamerlo sobre una superficie pulida; o sentir en mi boca la textura gelatinosa y envolvente de una cococha, en lugar de percibir su sabor a través de una lámina que se deshace entre mis dedos.

Está claro que este tipo de propuesta es tan respetable como cualquier otra y que, de hecho, son estas las que marcan la tendencia de la cocina de vanguardia actual, además de contar con una legión de entusiastas seguidores, pero la cocina que a mí más me gusta habla sola, no necesita de explicaciones ni de discursos, se expresa por sí misma y despierta emociones a la vez en el gusto y en el intelecto.

Mugaritz. Aldura Gunea Aldea, 20. Rentería, Guipuzcoa.

Tel. 943 52 24 55

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Llevaba muchos años sin visitar Mugaritz. Tras acudir con relativa frecuencia en su primera época, fui espaciando cada vez más mis visitas a medida que la cocina de Andoni Luis Aduriz evolucionaba hacia corrientes mas conceptuales, lo que le ha llevado a convertirse en una figura de relevancia mundial y ha permitido a su restaurante alcanzar las más altas cotas en las listas más influyentes del mundo. Baste decir que desde su irrupción en la lista 50 Best Restaurants, en 2006, nunca ha abandonado el top diez, al margen de ostentar dos estrellas Michelin de manera ininterrumpida desde el año 2005.

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