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Los milagros del Duque de Huéscar

Cuando la cosa está mal hay quien se agarra a un clavo ardiendo. La cosa se está poniendo muy malita, muy achuchá, aunque, como siempre, para

Foto: Los milagros del Duque de Huéscar
Los milagros del Duque de Huéscar

Cuando la cosa está mal hay quien se agarra a un clavo ardiendo. La cosa se está poniendo muy malita, muy achuchá, aunque, como siempre, para unos más que para otros. Ya no da para jugarse los duros en la partida con el café, ni para comprarse el chándal del Betis para vestirlo con orgullo los domingos por la tarde. Y si encima la ‘parienta’, el ayuntamiento o la comunidad de vecinos te pone de patitas en la calle, uno se escala el Aneto agarrándose a unas cuantas alcayatas incandescentes si hace falta.

Así lo debió pensar el espontáneo que se presentó en la puerta del Palacio de Dueñas. No tenía una gorra en el suelo ni tocaba el acordeón. Tampoco era un mimo. Era un hombre que reclamaba ayuda y lo hacía a gritos. Al parecer al buen hombre las cosas no le habían ido bien. De hecho confesaba que estaba muy mal y pedía ayuda porque lo habían echado de su casa.

Lo que el buen señor no especificó era quién le había puesto las maletas en la puerta y por qué motivo el duque de Huéscar, que era quien salía del palacio en ese momento, era la persona más apropiada para echarle una mano al espontáneo que esperaba a las puertas de la residencia andaluza de la duquesa de Alba. Eso sí, el noble no se dio por aludido. Quizá ni tan siquiera escuchó el quejido de aquel hombre que había tenido que abandonar su casa. Si es que los milagros no se piden en Sevilla. Para eso están Lourdes y Fátima. ¿Querrá el buen hombre que el duque le preste el dinero para el billete de autobús a las localidades milagreras?

Cuando la cosa está mal hay quien se agarra a un clavo ardiendo. La cosa se está poniendo muy malita, muy achuchá, aunque, como siempre, para unos más que para otros. Ya no da para jugarse los duros en la partida con el café, ni para comprarse el chándal del Betis para vestirlo con orgullo los domingos por la tarde. Y si encima la ‘parienta’, el ayuntamiento o la comunidad de vecinos te pone de patitas en la calle, uno se escala el Aneto agarrándose a unas cuantas alcayatas incandescentes si hace falta.