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La Grande Maison: cuando pensamos que un apellido basta
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Colaboradores Vanitatis

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La Grande Maison: cuando pensamos que un apellido basta

Burdeos es una ciudad maravillosa. Allí se alza un maravilloso hotel, La Grande Maison, hecho por y para la cocina de un maestro

Foto: Le Grande Maison
Le Grande Maison

Les parecerá baladí, pero este gato siempre tuvo interés por estas cosas del comer. Recuerdo momentos gastronómicamente ilustres, como probar los bocatas de otros en el descanso del colegio y comentar entre nosotros cuál era el mejor, para inmediatamente hacernos con él a base de cambios y disfrutarlo como enanos que éramos, o el pan con chocolate al llegar a casa (caliente y derretido ganaba muchos enteros), o esas croquetas que hacía una chica de Palencia que nos cuidaba, por las que los hermanos peleábamos más que por el coche rápido del Scalextric.

Pasó el tiempo y la afición familiar por la mesa facilitó conocer lo que entonces eran los templos, desde aquel Jockey en que cada visita era una fiesta (con el consiguiente palo cuando se dejaba de seguir el guión de forma estricta -recuerdo a Félix comentando “tengo unos pajaritos…” y la cara de mi padre al final buscando por la mesa si habíamos roto algo-), o Zalacaín, Horcher, Valentino, Ruperto di Nola, en fin, lo que había. Y también las tascas de la calle Echegaray, La Fuencisla, el cebón de Casa Paco, comíamos, y comíamos bien. Y viajábamos.

"La Guía Michelin no se equivoca, aunque no te cuenta todo". Era una lapidaria frase de mi padre cada vez que salíamos de viaje. Para conocer los sitios de una ciudad, que te los enseñe un local que le guste comer y dejarse dinero en ello. Llega a donde la guía no llega, pero si no tienes un personaje así en la ciudad, tira de Michelin y no te equivocarás. E íbamos tirando de guía.

32 Rue de Longchamps. Una estrella, un local alegre, sin los recargamientos de lo que entonces equivalía a lujo. Ni terciopelos ni vajillas con filos de oro. Nos sentamos como en cualquier otro restaurante. Carta, vino, comanda. Y entonces sucedió: ¡¡Coño!! Ojos en blanco, piel de gallina, una sensación nueva y desconocida, que por primera vez descubría la diferencia entre comer bien y disfrutar comiendo. Fue la 'gelée' con caviar y crema de coliflor. Un plato frío, nuevo, diferente, que hablaba y decía que en una mesa hay mucho más que comer bien. Y unos salmonetes con trocitos de tomate y aceitunas negras. Y probar los platos de los otros… se había creado la dependencia. El virus había entrado para ya no salir. Era Jamin. Era Jöel Robuchon.

La visita se repitió año tras año. Jamin ganó estrellas, se quedó pequeño y con él nos mudamos al palacete de Raymond Poincaré, donde las visitas se repitieron hasta que se retira y toma el relevo del local Alain Ducasse. Tras el retiro, lo hemos seguido por los Atelier Robuchon, pero ya nada fue lo mismo.

Y aparece La Grande Maison. Y este gato hace las maletas y allí que nos vamos. Burdeos es una ciudad maravillosa. Sus gentes, sin las prisas ni el distanciamiento de los parisinos, amables, pausadas. Sus pequeños comercios. Sus calles repletas de gente paseando, comprando, picando y bebiendo. Sus tiendas de vinos. Y un maravilloso hotel, La Grande Maison, hecho por y para la cocina del maestro.

5 habitaciones, una recepción que no lo es, apenas una francesa encantadora con una mesa, una silla y una pantalla de ordenador. Sonrisas, amabilidad. Habitación cuidadísima, detalles, libros de Robuchon y sobre Robuchon. Suena la puerta y la chica aparece con dos copas de blanco frío como detalle para amenizar el deshacer las maletas. Desde la ventana se ve el jardín y un Bentley negro esperando (¿será del aparcacoches?).

Bajamos al restaurante. Mesa amplia, agradable, mucha separación de la siguiente (luego entendemos por qué). ¿Una copa de 'champagne'? Qué pregunta… carta de vinos y Billecart-Salmon del 99.

La cosa empieza de cine. Un pequeño sándwich de trufa. Esta, al calor del pan (como el bocata de chocolate caliente…), inunda la mesa de sabor y de olor. Llega el mejor carro de panes que este gato ha visto jamás. Una torre de mantequilla de 60 cm de altura custodiada por una enorme campana de cristal. Y panes, bollitos, 'focaccias' de colores y sabores, 'grissinis', 'grissinones', cortes en directo… alucinante. El caviar en una gelatina de buey de mar y un coral anisado. Tremendo. Jamin, más bello, menos sabroso. Pero buenísimo. Sonrío. Expectativa al siguiente plato. Nos espera un menú de 17, el estándar. Nada especial. Y nos confunde... La anguila en milhojas caramelizado de foie y especias orientales, la langosta con finas láminas de daikon marinado en yuzu, el dúo de remolacha y aguacate con hierbas amargas y sorbete de mostaza verde... ¡Llegan a la vez! Desconcierto. ¿Qué tomamos frío?, ¿por dónde empezamos? Está concebido así…

Cada plato está bueno, es imaginativo, le falta ese punto de sorpresa, de frescura que tenía aquel pequeño local en la Rue de Longchamps. Es una cocina ejecutada y supervisada desde la distancia, diseñada, recetada, ‘despresenciada’. Y lo mismo sucede con el dúo de carne y vieira, servido como un niguiri, y con el civet de cangrejo a las hierbas; salen a la vez…. ¿Serán platos combinados?

Y se repite con las gambas infusionadas en kombu y jengibre, el salsifis rustido con champiñones y miso rojo y las crucíferas en cuscús como un risotto. Cada plato esta bueno, pero juntos… !Ay, esas temperaturas! Y se repite en la cabeza… ¿Viene uno a Burdeos siguiendo a su mito para tomar una cocina casi japonesa de perfecta ejecución?

A la cigala, con un raviolis de trufa y coliflor verde, el rodaballo salteado con citronella y guisantitos y los champiñones con una emulsión untuosa de algas. ¡El 'prêt-à-porter' se sirve de tres en tres!

Parón, reflexión, corte. El plato tradición. El pato, rosado, rustido a la 'broche' con coriandro torrefactado a la miel. Brutal. Ejecución, punto, servicio en mesa (tres pases, pechuga, repetición de pechuga y muslos). El carro de corte y servicio, el movimiento del camarero, su destreza, un momento de disfrute tremendo. Y ¡qué salsa! Golosona, profunda, tremenda.

Llega otro carro, quesos. Apabullante, exultante, lujo de perfección, afinamiento y punto, para muchas mesas que llegan con dificultad a ese punto. Tres postres, cafés, charla. ¿Hemos comido bien? Sí. ¿Nos ha gustado? Sí. ¿Ha cumplido las expectativas y justificado el viaje? Silencio.

Otro día les hablaré de una carta de vinos envidiable y de multiplicador exponencial. Y cuenten con tres botellas para dos personas. La longitud del menú (y el adictivo pan con mantequilla) lo necesita.

Calificaciones

Les parecerá baladí, pero este gato siempre tuvo interés por estas cosas del comer. Recuerdo momentos gastronómicamente ilustres, como probar los bocatas de otros en el descanso del colegio y comentar entre nosotros cuál era el mejor, para inmediatamente hacernos con él a base de cambios y disfrutarlo como enanos que éramos, o el pan con chocolate al llegar a casa (caliente y derretido ganaba muchos enteros), o esas croquetas que hacía una chica de Palencia que nos cuidaba, por las que los hermanos peleábamos más que por el coche rápido del Scalextric.

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